martes, 4 de enero de 2011

DÍA DE REYES


Allí, guardado en una caja llevaba esperando todo un año mi portal de Belén. No es majestuoso, no tiene innumerables figuritas ya que sólo cuenta con cinco: el misterio. Faltan las imágenes que tanto me emocionan cada 5 de enero, puesto que al contrario que muchos adultos, sigo creyendo a pies juntillas en la magia de los Reyes Magos porque los siento y los veo.
Los conocí hace 30 años: cuando abrí los ojos por primera vez en este mundo, ya estaban allí. SSMM habían ido hacia el lugar del alumbramiento a ver a su niño Jesús para ofrecerle oro, incienso, mirra y mucho, mucho más de lo que no se podía guardar en bolsas. A decir verdad en mi historia los Reyes no se llaman Melchor, Gaspar o Baltasar. Esta es la historia real:

Nació un bebé morenito y con el pelo muy alborotado con la calor propia de agosto, nada del frío diciembre. Los reyes que fueron a verlo y abrazarlo se llamaban José, Milagros y Manuela. Los tres quisieron tanto a la niña que esta creció feliz, muy feliz, rodeada de cariño y mimos.
Disfrtutaba de lo lindo correteando por las calles de su pueblo, bajo la atenta mirada del rey José. Este desde su trono de mármol, el sardinel, o su vigía de hierro en la plaza de la Recovera, atalayaba celoso las travesuras de aquella chiquilla. LLenaba majestuoso todos los rincones del castillo. Se convertiría, sin pretenderlo, en un héroe para su nieta.
La reina Milagros era más tranquila y hogareña: muy celosa con los suyos, agasajaba a la ya no tan pequeña y no rebajaba en consejos y llamadas de atención. Siempre estuvo pendiente de que en el castillo todo estuviera perfecto. Su grandeza residía en venerar al rey José. Siempre le dejó el mejor trono a él. Siempre lo seguiría en todo.
Mi tercera Reina Maga se llama Manuela y vivía en otro pueblo; en un castillo de Carmona, en el que había un arca con ricas chucherías que siempre rebozaba cuando llegaba la niña y su hermana. ¡ Era genial ! Todavía puedo oir su risa y oler su castillo. Es fácil sentirla, sentir su piel, fina y delicada como la de un recién nacido. Sus pequeños ojos grises se escondían cuando la pequeña estaba con ella, porque siempre estaba riéndose.
Cuenta la leyenda que los Reyes Magos eran cuatro. El 4º no llegó al Belén en el momento de la adoración porque de camino auxilió a todo aquel que lo necesitó. Cuando llegó, con las manos vacías ya, le dio al niño Jesús, nada más y nada menos que un abrazo cargado de amor.
Este es mi abuelo paterno, al que nunca conocí. De él he heredado el pelo rizado, la piel morena, los labios gruesos y ese aire agitanado que tenía el patriarca; además del apellido Flores.

Estos son mis Reyes Magos. Es imposible no creer en ellos cuando los has visto, abrazado y sentido. Nadie más que ellos saben la ilusión que me hace esperar cada año el 5 de enero. Es el día en el que vuelvo a mi infancia, a ser esa niña traviesa e inquieta, vuelvo a esa etapa en la que podía disfrutar de ellos. Mis reyes son mis abuelos. ¿Cómo no creer en las personas que me hicieron tan feliz? ¿Cómo no contagiarse de la magia de este día? Aún sigo escribíendole mi carta porque los necesito. Lo mejor de todo: se han convertido en mi estrella de Oriente.